España no quiere a sus muertos

Eduardo Martín de Pozuelo Dauner. Periodista y escritor
Barcelona, 6 de diciembre de 2016. El lunes 23 de septiembre de 2002, tras unos meses de viajes y contactos previos para introducirme periodísticamente en el tema, publiqué en La Vanguardia un reportaje que lleva por título “Vida y muerte de un republicano”. Se trataba del relato de cómo Emilio Silva y otros amigos habían indagado sobre el asesinato 60 años atrás, a manos de los fascistas, de su abuelo y de otras doce personas cuyos restos estaban en una fosa en Priaranza (León). Recuerdo cómo me impresionó la trastienda de aquella búsqueda, de aquel rescate y los silencios y miedos que todavía en el siglo XXI tuvieron que superar los que excavaron en Priaranza. De hecho escribí que “la tenacidad del nieto de un desaparecido de la Guerra Civil recupera una oscura parte de la historia de España” afectado por una realidad de la que no había sido consciente. Sencillamente, los testigos directos de los crímenes del franquismo y los hijos de los asesinados tenían tanto recelo al pasado y al presente que temían hablar.
Tras aquel primer encuentro con esa realidad tan española que consiste en no querer saber que en nuestro país hay más muertos en las cunetas que en los cementerios, me lancé, apoyado por mi diario, a indagar todo lo que me fuera posible sobre lo que entre todos acabamos por denominar como ‘la Memoria Histórica’. El topetazo de realidad que sufrí es de los que dejan huella para siempre. Descubrí que, en efecto, la recuperación de la memoria era cosa de nietos pues los padres (los hijos de los asesinados) no hablaban, ni nunca habían hablado. Las atrocidades que vivieron, el miedo que pasaron, habían sellado las historias personales a favor de la supervivencia aunque eso no quería decir que no recordaran todo lo que les había sucedido. El resultado que percibí es que en España había más de 60 años de silencio aterrador que la muerte de Franco había roto. Sí, durante el franquismo se habló siempre de los “caídos por Dios y por España” y se repasaron una y otra vez los crímenes que cometieron pistoleros o comisarios políticos de todo color, pero ni una sola vez, ni aun cuando la propaganda del régimen dijo que el Valle de los Caídos era un homenaje a las víctimas de ambos bandos de la Guerra Civil, hubo palabras de reconocimiento de los excesos criminales del régimen de Franco durante y después de la guerra. Y eso que los falangistas entraron como elefante en cacharrería en los Pozos de Caudé, junto a Teruel, para extraer restos de algunos de los 1005 infortunados republicanos allí asesinados para llevarlos al Valle y justificar que había muertos de los dos bandos.
Mi percepción sobre el asunto aun hoy es que los impulsores del rescate del olvido fueron los nietos los que preguntaron y cavaron para recuperar los restos de los abuelos. Es cierto que había asociaciones para la reparación de la Memoria Histórica pero es innegable que hasta el año 2000 más o menos tampoco fueron escuchadas. Quizás por eso la historia de los 13 de Priaranza marca un antes y un después, al menos en lo que respecta a la atención mediática acerca los españoles que yacen en nuestras cunetas y en las fosas comunes clandestinas que albergan los restos de los que murieron fusilados o de un tiro en la nuca a manos fascistas.
Cada paso, una historia
Seguí con el asunto y publiqué varios reportajes tanto en el diario de cada día como en el Magazine de los domingos. Por ejemplo, abordé la historia de los Pozos de Caudé, las dudas sobre el lugar en el que mataron a García Lorca, la noticia de las fosas que se iban hallando en España y especialmente en Catalunya -alguna de las cuales señalaba a pistoleros afectos a la República- la historia de submarino C3 o el encuentro, en el punto exacto en el que ambos se habían enfrentado de dos supervivientes enemigos en la Batalla de Ebro. Ese día fui testigo de un emocionado y largo abrazo de sincera reconciliación mientras ambos viejos soldados murmuraban entrecortadamente “aquí no hubo cobardes”.
¿Qué más puede pedir un periodista? Indagar y publicar historias que son noticia además de humanamente impactantes. Y uno, quizá desde la sobreestima que nos anima a los que ejercemos este oficio creyó que en cierta medida eran reportajes trascendentes para comprender mejor nuestra propia realidad. En fin, que en mi diario creíamos que con aquel trabajo estábamos haciendo un servicio público del que sentirnos orgullosos. Pero no fue así exactamente. Nunca lo había contado y aprovecho esta ocasión para hacerlo por primera vez. Se trata de la rebotica del periodismo. Esto es lo que sucedía: sorprendentemente, a cada racha de reportajes que publicaba correspondía invariablemente un alud de llamadas al diario desde toda España quejándose de lo mismo. ¿Es que ustedes no tienen nada mejor en que ocuparse? ¿Es que ese señor (se referían a este periodista) no puede meterse en sus asuntos y dejar de remover el pasado? solían decir al otro lado del teléfono o en las cartas de queja que recibíamos. Y lo más curiosos de todo es que el rechazo era muy generalizado, es decir no procedía de falangistas o franquistas exclusivamente –como era de esperar- sino de personas de todos los colores, el rojo intenso incluido. Hay que decir que la queja nunca fue institucional. Era individual y se repitió una y otra vez a cada reportaje mezclada con algunas cartas y llamadas de apoyo –las menos- de entusiastas militantes de la recuperación de la Memoria Histórica. En este caso sí que notábamos el apoyo de las asociaciones que en todo caso suponía una gota de agua en un mar de quejas. La sensación de soledad mediática fue grande, casi tan grande como la que sentimos al comenzar a hablar de los desaparecidos en Argentina (antes de la denuncia por los desaparecidos de Chile) y estuvimos meses siendo el único diario que hablaba del tema.
Pensarán que exagero acerca de la Memoria Histórica. Pues me quedo corto. El efecto de las protestas continuadas y la falta de apoyos que se perciben claramente en todos los estamentos de un diario pueden poner en jaque una línea periodística por falta de interés o rechazo de los lectores. Y, más cuando causan problemas. Permítanme que no de muchos detalles para no remover más el asunto mientras les explico lo que sucedió con dos de los últimos reportajes que publiqué simultáneamente. Primero estuve en un pueblo donde la fosa del crimen estaba en un terreno del hijo del guardia civil que ejecutó tras la guerra y por rojos a unos cuantos conciudadanos. Este hijo, colaboró en la excavación, en la recuperación de los cadáveres y en el homenaje de reparación que se hizo en el pueblo. Avergonzado, no quería asistir a los actos oficiales y los vecinos, hijos, nietos y familia de las víctimas, le rogaron que se sentara con ellos en un lugar de honor durante la ceremonia. Hoy es un héroe del pueblo y pobre del que hable mal de él. Es un pueblo, y así lo titulé, ‘donde la guerra había terminado’. También estuve en otro pueblo donde la carretera pasa ahora sobre la fosa de unas campesinas asesinadas. Sus familiares pasan cada día sobre ellas en sus coches para ir al trabajo. No hubo manera de rescatar los cuerpos y finalmente el asfalto cubrió la fosa. Lo expliqué a los lectores de La Vanguardia y ¿saben que pasó? Pues que el presidente de la asociación de la Memoria Histórica local me puso una querella en el juzgado por contar los hechos. Por fortuna, la juez falló en nuestro favor.
Lo dejo aquí con una pregunta ¿qué nos sucede en España para hoy todavía que sea imposible publicar la lista de los casi 300.000 nombres –que hay por ahora- de víctimas mortales del franquismo que unos pocos tienen recopilados en unos pendrives? ¿Más tiempo? ¿Más jueces condenados por intentarlo? Qué pena, que frustración y que injusticia.